Los ojos del hombre bajo buscaron los del otro e intentaron una pregunta muda y última, pero aquellos otros ojos, con su áspera devolución de muerte, la dejaron filtrarse en el aire hasta desvanecerse. Entonces, como dando un último manotazo de ahogado, tropezó con algo, probablemente una piedra, y cayó. Todo se confundió, se volvió un espacio oscuro, una suerte de fosa en la que yacía maniatado de pies y manos, y su boca, oprimida por una tela, apretada.
Aquel hombre, a duras penas lograba reunirse aún con sus pares en lugares secretos – tenían prohibido divulgarlos, el peligro reinaba en todos lados, más aún, se olía, sobre todo, por las noches, o a la madrugada, cuando no quedaba nadie sin requisar, en los molinetes de los subtes o en las paradas de los ómnibus, a la hora de viajar para ir al trabajo -. Mi tía Inés, la enfermera, solía contar cómo, con indignación, a veces, hasta, con miedo, debía soportar, todos los días, los controles- .
La guerrilla y la persecución se habían recrudecido y ya no era posible continuar con las reuniones, no convenía. Aquella noche, el hombre pequeño, luego de haber estado en un bar con compañeros de facultad, regresaba a su casa. Cuando quiso abrir la puerta con llave, se dio cuenta de que la misma había sido forzada. Entonces entró y vio el caos en su living, en su dormitorio, sin embargo, no faltaban los muebles, ni el reloj, ni el dinero. No se trataba de un robo, sus libros, en cambio, estaba revueltos, al igual que, sus apuntes, su material informativo, todo, todo eso reducido a un cúmulo atiborrado de papeles.
Salió y allí estaba el otro, el hombre más alto, esperándolo en las sombras, junto al farol. Comenzó a caminar. El otro lo seguía, en silencio. Dobló la esquina, el otro – ¿su sombra? – también lo hizo. Después de unos metros, digamos quince o veinte, se detuvo. Las miradas se enfrentaron, abiertas a una oscuridad más rotunda y cierta que la de aquella noche, avanzada, fría. Entonces, vino aquella carrera corta.
A los pocos minutos, dos automóviles de color verde oliva se detuvieron frente a la escena. El hombre más alto, simplemente, se limitó a arrastrar el cuerpo hasta el lugar. Bajaron otros dos sujetos, y todos lo guardaron en el baúl de uno de los coches. Luego, ambos vehículos se perdieron corriendo a toda velocidad, hasta perderse en la negrura.
San Lorenzo, 10-06-08