Esa noche, a las ocho y media, regresó. Se acomodó en la mesa que había ocupado el sábado a la tarde. Hacía tiempo que no andaba por allí. Atento, cerca de la ventana, alcanzaba a divisar al grupo de niños que, a la sombra de los huecos que formaban las figuras del Monumento al Libertador, no dejaban de aspirar pegamento. Algunos lo hacían hasta que se descomponían o los frenaba la irrupción de una tos espasmódica, para después, caer al piso, respirando con dificultad, tendidos durante un largo rato aunque, ni bien se recobraban, otra vez corrían de aquí para allá y volvían a los recovecos para no ser vistos mientras retomaban la brutal práctica.
En eso, una madre llegó y, llorando con desesperación, comenzó a preguntar algo. Traía consigo una criatura más pequeña. Los niños, al verla en ese estado de desconsuelo, comenzaron a movilizarse. Por lo que se alcanzaba a divisar, la mujer parecía estar buscando a su hijo, pero, aunque esperó un largo rato sentada en el banco, los chicos que la estaban ayudando volvieron con las manos vacías. Se los notaba, incluso, abatidos, derrotados, como si hubiesen proyectado en aquella mujer la necesidad que ellos mismos tenían de volver a ver a su madre. La mujer, entonces, se secó las lágrimas y se retiró de allí lentamente, con su pequeña hija, en brazos.
En eso, el hombre sentado a la mesa del bar apartó la mirada. La visión exterior no había conseguido despertar en él ninguna emoción. De golpe recordó la causa por la que había vuelto. Las otras noches había observado atentamente el movimiento de los clientes, el tipo de ropa que usaban, los relojes, las joyas, los autos… Era el sitio perfecto para dar el golpe. Sólo tenía que juntar valor, cosa que sabía que podría lograr en el estado en el que se encontraba. Sentía el frío del revólver en sus manos, sus ojos estaban bien abiertos. Controlaba el sector de la calle y todo el bar, rígido, nervioso. Entonces, se decidió. Se incorporó de golpe, fue hasta la caja registradora y, con un movimiento certero, puso el revólver en la sien del empleado. “Dame toda la plata ahora, si no querés que te queme”, dijo. El empleado obedeció sin decir nada. De su frente caían gotas de sudor cada vez más gruesas. Sus manos le temblaban pero, aún así, lo hizo, Juntó como pudo el dinero y cuando lo estaba por entregar ocurrió algo, un ruido o un movimiento incierto, nadie alcanzó a saberlo, la alteración bastó para que el delincuente, sin pensarlo dos veces, comenzara a descargar con furia todo el cargador de su arma. La ráfaga de balas roció cada rincón del bar haciendo estragos con las botellas, los muebles, la gente. La sangre bañaba las mesas. Restos de ella se mezclaron con otros fluídos en el piso, formando un charco maloliente de un color indefinido. El hombre, entre confuso y perplejo, sólo atinó a tomar el dinero para marcharse, pero, cuando se asomó, se encontró con la columna de efectivos policiales que estaban esperando para entrar. Intentó huir aunque sabía que no lo lograría, movido acaso por ese instinto de supervivencia que hace que el ser humano resista aún en las peores condiciones de lucha. Otra ráfaga de balas, esta vez, surgió de las armas de los policías para dar en el blanco. El hombre cayó al piso. La gente que se había agolpado en el lugar, lloraba de miedo, de desconsuelo. Los chicos que vivían bajo el Monumento, en cambio, se habían quedado dormidos. Tal vez soñaban con su madre o, quien sabe, pero quiso la suerte que quedaran apartados de aquel horror. O quiza fueron ellos mismos los que así lo decidieron…
(este texto está basado en hechos reales y en un fragmento del cuento de Julio Cortázar "La Puerta Condenada" y fue leído en público durante el Acto de cierre del Taller Literario "Alfonsina Storni" que coordino, el 28 de noviembre de 2009)
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